Es evidente que la trama de “El hombre del norte”, nueva producción de Robert Eggers, se presenta como una estilizada puesta al día de la tragedia de “Hamlet” y la leyenda escandinava que se presume le dio origen, con todo y su respectivo momento Yorick, recargando la ironía con el insano espíritu místico que suele utilizar como catalizador.
Sin embargo, contrario a lo que pudiera pensarse en primera instancia, e incluso pareciera confirmar el primer tercio del relato, el cual se convierte en uno de sus puntos endebles al concentrarse demasiado en contar algo conocido y sin mayores novedades más allá de lo estético; afortunadamente ofrece mucho más que la eficacia del traslado de una historia de venganza con tintes shakespereanos, llevada al campo de la brutalidad y de las superproducciones.
Pasando el periodo de planteamiento general, en el que por cierto hay también un salto de tiempo que deja trunco parte del desarrollo del protagonista en favor de posteriores regodeos —segunda pieza floja del mecanismo—, “El hombre del norte” nos sorprende con lo que además es un mustio pero sádico ejercicio de deconstrucción y reinvención del héroe tradicional de las grandes epopeyas hollywoodenses.
La propuesta también tiene la carga religiosa de “Ben-Hur” (1959), estirpe a la que pertenece, pero ya sin el mismo conservador afán aleccionador que hoy se tornaría anacrónico. Aquí, ésta se manifiesta con visiones febriles de una cámara que, entre composiciones repletas de símbolos, juega a dejarse consumir por la oscuridad del vacío nihilista, que van y vienen como espasmos entre los límites del ensueño y la pesadilla de postales obsesionadas con la belleza tenebrosa de los contrastes, para pisar el terreno del cuestionamiento de la fe y su relación con la mentira.